‘Observar las aves’ de Andrea Martínez Crowther: un registro audiovisual contra el olvido.

Lena Daerna sufre de Alzheimer. Sabe que pronto se deteriorará su mente, sus recuerdos, su relación con el mundo, por eso ha decidido grabar un video que deje las últimas constancias de su vida consciente.

Aunque al inicio Lena hace sus grabaciones con valentía y hasta humor, pronto entiende que no podrá concluir su película sola. Entonces busca a una documentalista que le ayude con el registro de las imágenes. El encuentro de las dos mujeres también es el encuentro de dos miradas y la convergencia del miedo a la muerte y de la insistencia por preservar la vida.

En Observar las aves, Andrea Martínez Crowther hace una ficción que simula un documental, pero también desde el dispositivo de lo ficcional explora su relación real con la enfermedad, con su madre, con su relación con el deterioro y la muerte.

Observar las aves es una película emotiva e inteligente, que desde la ambigüedad de las narrativas recupera lo valioso de Lena y Andrea: la celebración de la vida, la recuperación con dignidad de presencias que la enfermedad condenaría al olvido.

 

¿Cómo empiezas a imaginar Observar las aves?

 Observar las aves nace de un miedo. Mi mamá tenía Alzheimer, una enfermedad muy desgastante emocionalmente para los familiares, porque es ver a una persona desaparecer. Empecé a sentir este miedo de que me sucedería lo mismo. Un día fui a Acapulco y me sumergí en la alberca, dentro del agua pensé: “si tengo Alzheimer, quiero hacer una última película antes de desaparecer”. Imaginé esa película. No quería un lamento, sino celebrar la vida. Una película celebrando la vida y despidiéndome de la vida. Así fui desarrollando esta idea, pero en un momento llegó una contradicción: nunca podría terminar la película porque la enfermedad no me lo permitiría. Tendría que encargársela a alguien, hacer una mancuerna para que esa persona terminara la película. Me estaba proyectando en los dos papeles. Empecé a imaginar esa historia entre una mujer que tiene Alzheimer y su relación con otra mujer más joven, que le ayuda a hacer su película.

 

Es fundamental la participación de Bea Aoronson como protagonista, ¿cómo la conociste?

Si quería filmar como documental no me funcionaba una actriz conocida, pensé que estaría padre dejar la duda de si había sido cierto o no. Además, me gustaba la idea de que fuera una actriz natural, por la idea de la incomodidad: estar frente a una cámara y hablar sin saber qué hacer.

Otra cosa importante era que mi mamá era canadiense. Para mí era importante jugar con la degradación del idioma, entonces quería una extranjera que hablara español y los dos idiomas que manejo, inglés y francés. Empecé a buscar extranjeros que viven en México. Una amiga que trabaja en San Miguel de Allende mandó una hoja de casting a todos sus contactos. Me llegó el correo de Bea y desde ahí supe que era la persona que estaba buscando. Bea me dijo: “Yo hago lo que quieras, si lo necesitas me dejo de pintar el pelo” y por supuesto que quise.

 

 

 

Da la impresión de que gracias a Bea la película toma tonos específicos de ella; no sólo aporta su genialidad como actriz, también toda su forma, justamente, de celebrar la vida.

Yo tenía un guión de 40 cuartillas que se enriqueció con Bea. Ella es artista, entonces moldeó a Lena desde su personalidad y su historia. Por ejemplo, Bea pinta, entonces los cuadros de Henry, el marido de Lena, son de Bea. Muchísimos libros son parte de la biblioteca de Bea. Otro aspecto fue el amigo músico: el día que conocí a Bea comimos en un restaurante al lado de un laguito, que sale en la película, y ahí conocí a Mauricio Vila. Me gustó su relación con Bea, decidí que él sería amigo de Lena en la película, un personaje que no existía antes de conocer a Bea. Las fotografías evidentemente son de Bea con su hijo, entonces Lena se iba creando entre las dos.

Además, Bea es tan entusiasta que siempre aportaba cosas. Ella hace collage, esculturas, en el jardín de su casa hay muñecos con clavos, cepillos, cosas surrealistas que no funcionaban para el personaje de Lena; de repente sugería cosas y yo le decía: “eso es Bea, no Lena”. Un día llegamos al set y había un querubín de artesanía mexicana con un cigarro en la boca, estaba muy chistoso pero no era Lena. Entonces mi trabajo era bajar a Bea, porque es muy extrovertida y Lena no lo es tanto.

 

También es interesante tu participación como actriz, la documentalista Andrea que acompaña a Lena.

 Desde que escribí el guión tenía clarísimo que yo iba a interpretar a Andrea, a pesar de no tener ninguna formación actoral. Había una doble razón. Por una parte, emocionalmente sentía que tenía que hacerlo, no había otra opción por la naturaleza del proyecto. También había una decisión más intelectual: yo quería filmar una película como si fuera un documental y además un documental hecho por una no profesional.

Fue difícil para mí, porque mi experiencia es del otro lado de la cámara. El primer día que salí a cuadro estaba muy nerviosa, pero al mismo tiempo fue una exploración. La visión para mí era muy importante, la forma que lo vamos a filmar. Al principio tenía que parecer que grababa Lena con su camarita, pero casi toda la fotografía la hice yo, salvo cuando Lena se ve en el espejo, ahí Bea agarraba la cámara como si fuera Lena.

 La segunda parte era esa transición entre la mirada de Lena con Andrea y los formatos cambian. Lo que Andrea filma es más pausado: clavarse en el humo, en la tacita de té y al final se vuelve una mezcla de las dos, pero se siente la mirada de la documentalista que está ayudando. Fue un reto cómo filmarlo, para no sacarte del documental filmado por una mano profesional.


 

¿Qué tanto lugar hubo para la improvisación?

Mi manera de acercarme al documental es prepararme muy bien, pensar escenas y provocar cosas. Entonces hacía eso: provocaba escenas, situaciones que se pudieran desarrollar libremente. Por ejemplo: Bea me platicó que tenía un kimono que había comprado en Japón. Sacó el kimono y empezó a bailar con él, con los calcetines puestos. Me di cuenta que era una escena. Casi todas las escenas estaban en el guión pero se daba entre nosotros esa exploración. Bea de repente decía frases bellísimas, como cuando saca la cita de Montaigne de un libro de ella. Muchas cosas nacieron de los diálogos, entonces es una mezcla entre preparar la escena y soltar y ver qué pasa.

 

Hablas mucho de la alegría de Bea, pero hace un personaje que va hacia el deterioro mental y es un reto, me queda la duda de cómo preparó esta degradación. Obviamente tú la acompañas, le marcas situaciones y hablan, pero ella, ¿cómo va creando este proceso?

Desde el principio le dije a Angélica, la productora, que teníamos que filmar en secuencia. Para mí era importante porque sabía que un actor profesional puede brincar de momentos a momentos, pero para un no actor es más difícil.

Entonces sucedía algo curioso en el set. Como era una película de bajo presupuesto queríamos filmar con el mínimo indispensable, al principio pensaba filmar en casa de mis papás, pero Bea me enseñó su estudio en San Miguel de Allende y me enamoré de la casa, entonces todo el rodaje se concentró allá, lo transformamos con muchísimos elementos de Bea.

Al principio el set tenía alegría, llegábamos en la mañana y desayunábamos juntos, se sentía buena energía, pero la energía se iba transformando según nos íbamos metiendo en las escenas más fuertes. Al final del rodaje llegábamos al set y se sentía pesado, había tristeza. En el set nos movíamos más lento, hablábamos más bajito, había silencio, porque también íbamos entrando en ese mood, la energía cambió a lo largo de esas cinco semanas.

Una cosa que tenía que hacer con Bea era bajarla porque a veces sobreactuaba, pero en el momento de la explosión, del llanto, le daba rienda suelta. Incluso yo no sabía si funcionaría. Era como sucede en el documental: provocas algo, pero no sabes a dónde te va a llevar.

Pero todos nos quedamos con el ojo cuadrado cuando vimos de lo que era capaz hacer, a mí me sigue impresionando su actuación, es una cosa sobresaliente.

 

 

¿Cómo ha sido la recepción de la película? Recuerdo que estuvo en el Festival de Los Cabos y no sé si se haya presentado en otros espacios

En Los Cabos me impactó que chavitos de prepa y secundaria hicieron preguntas, estaban muy conmovidos y al final le pidieron autógrafo a Bea. Eso para mí era muy bonito porque el cine que quiero hacer es el que toque a los corazones de la gente. Casi siempre mis historias tienen que ver con lo dulce y lo amargo de la vida, buscan esa celebración, la esperanza y la alegría, pero siempre va a haber un dejo de cosas dolorosas: hay que vivir el momento porque ya no vuelven a existir y mi cine tiene que ver con eso.

Me llamó la atención cuando dijiste que te pareció una película emotiva e inteligente a la vez, porque esta parte intelectual de concebir esta historia como si fuera un documental muchos programadores no la han destacado. Ahorita está la idea es que se pueda llegar a más gente, porque para eso estamos haciendo cine, para llegar a un público más amplio. Y curiosamente el público no cuestiona tanto esta cuestión del documental o la ficción, no les importa.

Lo que estamos haciendo es contar historias, sea en ficción, documental o una mezcla de los dos, estamos contando una historia y eso es lo importante y el público así lo percibe.


 

Observar las aves (México, 2019). Dirección: Andrea Martínez Crowther. Producción: Angélica J. Ramírez. Compañía(s) productora(s):  DRaíz Producciones, FOPROCINE, IMCINE. Guion: Andrea Martínez Crowther. Fotografía: Andrea Martínez Crowther. Edición: Andrea Martínez Crowther y Francisco X. Rivera. Música: Carlos Vertiz y Héctor Ruíz. Sonido directo: Isabel Muñoz y Héctor Arroyo. Diseñador de Sonido: Arturo Salazar R.B. (Frosty). Vestuario: Andrea Martínez Crowther. Maquillaje: Sonia Flores y Ricardo Martínez. Reparto: Bea Aaronson, Andrea Martínez Crowther, Jerry Marette, Ella Powell. Anna Cetti, Rob Cavazos. Locación: San Miguel de Allende, Guanajuato.