En 2024 recibió el premio Ariel a Mejor Vestuario por su participación en Heroico, película de David Zonana que hace una crónica fiera de la disciplina y el adoctrinamiento que viven los cadetes de un colegio militar. Una experiencia exhaustiva, pero no menor que otros retos de Gabriela, quien ha transitado desde la historia del arte a las historias de las pantallas.
A propósito del programa Atrapasueños, la diversidad de nuestro cine, dedicado a las vestuaristas, conversamos con Gabriela Fernández sobre su oficio. Además de ideas generales sobre este departamento de la producción cinematográfica, nos confío detalles de algunas de las producciones donde ha participado, incluido el reto de vestir a todo un colegio militar.
Aunque ya había trabajado con Mari Carmen de Lara y Adela Cortázar, considero Párpados azules de Ernesto Contreras como mi primer trabajo como diseñadora de vestuario. En esa película todos estábamos debutando. Fue muy padre porque eran mentes creativas queriendo desde el primer entusiasmo contar algo.
Los personajes tenían que ser grises, que se fundieran con la cotidianidad del ambiente y de su vida diaria. Me inspiré en los japoneses y los chinos, me dio esa sensación del método y la rutina que usan los orientales en la ropa, sin mucha textura, que se sintieran grises y planos. Busqué las formas más sencillas de vestir, estructuras muy cuadradas, porque al final de cuentas eran dos seres humanos que buscaban cómo encontrarse, pero no estaban encontrados realmente. Estábamos contando la historia de un personaje que trabajaba sacando fotocopias en una oficina, y de Marina, que trabajaba doblando y vendiendo uniformes, necesitaba transmitir esta simpleza.
Cecilia confiaba en la visión de Ernesto, y en lo que podríamos construir juntas. A mí me gusta tener pláticas previas con los actores, porque para mí es importante, no sólo mi visión, sino también esa comunicación y contarles la historia de esta falda, por qué está elegida esta falda, qué puede aportarle a ellos. Para mí es importante porque son quienes traen puesto ese vestuario y tiene que acompañar su actuación y su voz. Algo semejante pasó con Ximena Ayala en Los insólitos peces gato: ella quería usar unas botas vaquera, después ya no le hizo sentido; ahí se trata de llegar a acuerdos.
Platiqué con Gary sobre la sátira que quería de los personajes. Entonces conozco a Luis Gerardo, que no tenía la carrera de ahora. Un actor muy comprometido, se involucra demasiado en sus personajes. Hice una investigación exhaustiva para Nosotros los nobles. Me fui a sentar a la Ibero, a ver cómo era la onda; me fui a bares, a todos esos lugares donde habitan los personajes, para entender quién era Javi Noble. Luis Gerardo también hizo su investigación. Él me propuso marca de camisas que Javi Noble podría usar. Y los colores, las formas de los mirreyes, que todos juntos se ven como bloque, eso tenía que estar en Javi y sus amigos. Y cuando pasa la transición, que se quedan sin nada, le queríamos dar la ropa que le regalaron a su nana. Se tenía que sentir que esa ropa se la habían heredado a su nana, era ropa heredada de los noventas.
Gary hablaba de todo esto, de la nana y la herencia. Nos invitaba a su casa a mí y al director de arte, veíamos películas de los noventas y los ochentas, nos contaba cosas que el espectador no logra ver pero que si no hubiera esa intención, no se sentiría igual. Como cuando Pasolini decía: en el cajón quiero que esté un calzón, no me importa que no se vea, pero le da otra intención al actor que llega, abre el cajón y ve los calzones, aunque la cámara no lo vea.
Investigué a Cantinflas hasta morir, y más que a Cantinflas, a Mario Moreno; porque la historia que se cuenta es la de Mario Moreno. Lo que entendí cuando haces una película biográfica es que, más allá de sacar el traje de Mario Moreno del baúl y ponérselo a [Óscar] Jaenada y decirle: “este traje lo usó Mario Moreno en el sindicato”, si a Jaenada no se le ve como a Mario Moreno, por más que le ponga la ropa del baúl del mismísimo Mario Moreno, va a ser un fracaso.
Si yo cerraba los ojos, imaginaba a Mario Moreno con su cuello de tortuga y sus lentes, pero eso ocurría en los años setenta. Según transcurrió la historia, elegí agarrar un cachito de ese Mario Moreno de los setenta, aunque en los cincuenta no usara ese cuello ruso y las gafas.
Quise transicionar al Mario Moreno que recordamos. Es algo que tuve que tomar en cuenta: ¿cómo es recordado un personaje tan impactante y tan importante? No solamente en el cine, sino en la historia de México.
Mi punto de partida fue el desierto y cómo se vestían en los años treinta. En el desierto iban a habitar estos personajes el 80% de la película. Eran 5 o 6 días donde los personajes iban a sufrir una transformación: un solo vestuario que tenía que contar ese paso del tiempo.
Miré muchas imágenes del desierto, postales antiguas del desierto de Sonora y Arizona, hasta que encontré una postal en colores morados, porque el desierto tiene sus colores y cambia su iluminación de forma alucinante. En la mañana hay un color amarillo y cuando se ilumina en la tarde, lo ves verde. Quería representar esa iluminación en el vestuario: las gamas de los atardeceres, el color de la tierra. Hice una investigación de los años treinta: cortes, sombreros, zapatos, hasta cómo se vivía en Sonora en esa época.
Ahí tuve relación con el escritor de la novela La ruta de los caídos, Guillermo Munro. Me compartió varias fotos de Sonora, de su familia, de sus amigos, que me sirvieron para entender el clima y cómo se vestía la gente, el porqué usaban abrigos tan pesados con ese calorón.
Una cosa que aprendí en esa película —y fue un accidente que favoreció al vestuario— es que el sol hace de las suyas. Como estuvimos cinco semanas filmando en el desierto, la blusa que le puse el primer día a un personaje se la comió naturalmente el Sol. Cuando saqué el vestuario ya no tenía nada que ver un color con el otro. Nos favoreció el Sol, porque mi intención era que ese vestuario acabara fundido en el desierto: que empezara de una manera y terminara como la arena. El clima fue mi aliado, mi ambientador y no me di cuenta hasta ese momento que vi las prendas y pensé: “Dios, el sol se comió totalmente el color”.
Sin uniformes no se contaba la historia. David me decía: “¿pero si solamente hacemos cien uniformes completos y los otros a medias, y esos no los vemos?” y yo “no, los hacemos todos al 100”. Hay proyectos que sí puedes hacer esas capas, pero acá tenía que ser al 100% el uniforme, desde el primer actor hasta el último de los asistentes. Porque sino, no se vería el rigor de las escuelas militares.
Mi punto de partida en esa película fue la disciplina, cuando entras a este tipo de escuelas militares pierdes tu identidad y yo quería dar esto en los uniformes, que pierdes en automático tu mente, tu identidad. Quería que los uniformes estuvieran perfectos, mandé a troquelar botones con el logo del colegio, investigué cuidadosamente cada rango, cada insignia, cada bandera de los militares, investigué a profundidad. En las escuelas militares la pulcritud es algo característico. Hice un manual de uniformes por grado escolar, así hice mi moodboard, casi por secuencia. Tenía todos los del grado en el manual.
En el rodaje se tenían que lavar y planchar los trajes todos los días. Después del llamado era ver qué ropa estaba sucia, o se necesitaba volver a almidonar. Fue una labor titánica.