Pero en El Eco también se experimenta con toda su fuerza y su pureza la alegría, el asombro, la ausencia, el dolor. Y en la mirada del documental El eco, son los niños y jóvenes quienes despliegan estas emociones primigenias, al tiempo que el ciclo de la vida va marcando los momentos para crecer, aprender, tomar decisiones o partir.
En su nuevo documental, El Eco, Tatiana Huezo experimenta con temas y tratamientos inéditos en su filmografía. Consigue un ejercicio inmersivo de espacios y emociones que se manifiestan entre el acecho de las tormentas, la sabiduría de la tierra, los juegos y los enigmas de los niños.
El Eco forma parte de la sección Encounters del 73° Festival Internacional de Cine de Berlín. También participa en la Sección de Documental Mexicano del 21° Festival Internacional de Cine de Morelia.
Platicamos con Tatiana Huezo de este ejercicio de retratar la vida campesina.
Yo quería trabajar con niños campesinos y empecé a buscar escuelas rurales. Me acerqué con la Conafe [Consejo Nacional de Fomento Educativo] y tuve un apoyo muy importante de una autoridad, quien inventó el método ABC, una especie de tutoría en el que un niño enseña a otro niño: un estudiante aprende un tema, lo investiga en los libros que hay en el salón, en su casa, con sus abuelos y luego se lo transmite a otro niño. Me emocionó ver que esto estaba pasando en las escuelas rurales y ahí empezó la búsqueda.
En Puebla visité muchas escuelas rurales: presenciaba las clases, veía a los niños y jugaba con ellos. Estábamos por Zacatlán de las Manzanas y en la lista de los pueblos que faltaba conocer estaba El Eco. Por intuición, la palabra me cautivó.
Fuimos en otoño. Encontré un paisaje lunar. El Eco está a más de 300 metros de altura y la luz tiene algo particular. Pasé un día en la escuela; la niña que en documental cuida las ovejas, Luzma, estaba tutoreando a los gemelos. Ella tenía mucho miedo, le temblaba la voz, tenía una emoción enorme de poder enseñarle algo a estos niños.
Había dos gemelos, el eco, los espejos, muchas señales empezaron a surgir. La escuela me enamoró; fueron los ojos y los rostros de los niños, con la piel muy curtida, de gente mayor. Ahí los niños crecen muy rápido, la vida es muy dura en este lugar. Comí en una casa del pueblo y salieron algunas historias sobre las brujas, que en la noche liberaban a las borregas de la casa. De repente le pregunté a la abuela, Eustolia, (que no aparece en la película; murió durante el rodaje) por qué el pueblo se llama El Eco. Eustolia me dijo: “Cuando sopla el viento, se lleva a volar las voces de la gente por los cerros y todo el mundo puede oír lo que uno dice. Por eso en este pueblo uno debe tener mucho cuidado con lo que dice”.
Fue el primer gancho. Después empezó un proceso de investigación largo, de cuatro años, pero desde ese momento sentí que ahí había un montón de elementos simbólicos, estéticos y narrativos para explorar.
Para mí la mitad de la película es el sonido. Siempre en mis películas es importante, pero aquí había más retos; cómo atrapar esta sonoridad y cómo construir a partir del título de la película, que rápidamente detona más cosas: El Eco es un elemento simbólico, metafórico, desde el cual hablas de cómo estos niños crecen en este lugar y cómo forjan su carácter y su identidad.
Hay un léxico en El Eco que es único: la gente que está vinculada a la tierra, a los campesinos, tienen una cantidad de expresiones verbales bellísimos, que solamente un campesino puede usar; palabras que sólo le pertenecen a ese mundo. Yo me sentía emocionada de sentir esta riqueza verbal del mundo campesino, y aunque sea un pedacito está guardada en esta película.
Quería una historia cargada de luz, voltear hacia el cuidado de la tierra, la crianza, la sorpresa que hay en la mirada de estos niños frente al mundo; elegí el mundo campesino porque es asombroso pero también lleno de dificultades.
Esta película habla de la herencia de los padres en los hijos, en una voz que se les va quedando guardada desde pequeños. Lo que le heredan a estos niños es la conciencia de cuidar la tierra y los animales para su sobrevivencia. Ellos adquieren esta conciencia desde muy pequeños, a diferencia de un niño de la ciudad, que de pronto no sabe lo que significa la muerte de un borrego, que una helada destruya la milpa o el problema de una sequía prolongada; es el vínculo con la tierra que tienen los niños campesinos y todo está permeado por esto: su identidad, sus juegos, su forma de ver el mundo.
En mis películas anteriores a mis personajes les arrebatan la vida y la muerte; en esta ocasión tengo una película donde la muerte es honrada, donde es un acto de tristeza, es un acto de despedida y de amor, que la muerte es parte natural de la vida y los niños miran esto.
Pero no es una película romántica sobre el campo, la amenaza está ahí, este mundo campesino está en peligro por todos los proyectos extractivos para dejar sin recursos naturales a las comunidades del país. Aunque la película no va de eso, la amenaza sobrevuela, está el apunte, muestra la condición de vida de los campesinos, la dificultad económica que los ahoga y donde las familias tienen que emigrar, donde muchos chicos deciden no querer ser campesino y mejor irse porque no van a poder sobrevivir.
En El Eco todo es un ciclo brutal, un ciclo de vida y de muerte. Empezamos con la lluvia; luego llega el otoño, que fue el momento más vivo y próspero con las cosechas; luego llega el frío, que es cuando empieza la sequía y se mueren la mitad de los animales, se acaba el alimento y tienen que comprarlo porque es un pueblo donde el pastoreo es la principal actividad.
A nivel de estructura tenía tenía que ver con el trayecto de un año, que también coincidía con el ciclo escolar de los niños y con el ciclo de los animales: cuando nacen, mueren, cuando llega el momento de trasquilar a las ovejas, y sobre todo el cambio en el paisaje, en los colores, las atmósferas, acompañado de ver crecer a los personajes.
Me quedaba atrapar, en la medida de lo posible, la vida cotidiana de los personajes. Era el reto más grande: encontrar lo extraordinario en las cosas más pequeñas de la vida cotidiana.
Me volví una lupa. Estaba muy atenta en encontrar esa grandeza en las cosas más sencillas de la vida: bañar a alguien, pelar un elote, que alguien te cuente una cosa en la escuela. Luego empiezas a descubrir las líneas narrativas: una niña increíble dándole clase a sus muñecos con su pizarrón y sus gises de carbón, con esos ojos de ternura y melancolía; o los gemelos y su familia, que conocí sacando a una borrega del agua. Son situaciones que tienen mucha pureza, sorpresa y emoción; aunque son cotidianas se vuelven muy poderosas.
Había otros retos: es la primera película que hago sin entrevistas y no hay voces en off; era atrapar la vida, y fue muy difícil. Tuve mucha incertidumbre porque a lo largo del rodaje las líneas narrativas se reescribían, se reinventaban, se reacomodaban. Es la primera vez que trabajó así.
En Tempestad o El lugar más pequeño hice una escaleta y un guión donde tenía clara mi estructura. Siempre he trabajado con una estructura previa, bien establecida. Ahora me dije: “aquí no hay entrevistas, no hay estructura, a ver si eres capaz de atrapar un pedazo de la vida de este lugar”. Y se siente mucho miedo, hubo momentos donde me pregunté si lo conseguiría, porque de repente la película no se trataba de nada, no había un protagónico. Es una película coral, es la vida de este lugar que tiene capas y que es compleja.
Somos un equipo muy sólido y nos conocemos profundamente, eso era un respaldo y la única certidumbre, porque esta película fue una gran incertidumbre, la realidad me arrastró y hubo que reaccionar de manera muy rápida.
La certidumbre eran unos ojos como los de Ernesto, extraordinarios en su forma de mirar. Con la imagen, Ernesto y yo teníamos dos directrices: contar este pueblo como si fuera el último: es un mundo que está en peligro, bajo amenazas; teníamos que dar esta sensación remota, misteriosa, de la forma de cruzar el eco, el aire.
Desde ahí empezó una búsqueda fuerte de cómo lograr los paisajes y atrapar las atmósferas. Filmamos muchísimo al amanecer, al atardecer, en los momentos más hermosos de la luz.
La otra directriz era tratar al pueblo como un ser vivo que se ajusta con el viento y se enfría en el invierno, que se vuelve un desierto con la sequía.
Y había otro reto porque casi no hay luz, los interiores son oscuros y queríamos respetar las fuentes de luz naturales y reforzarlas con poco, para no matar las atmósferas íntimas de los espacios.
Por otro lado están los músicos, la música fluyó hermosamente, fue muy orgánica, se creó rápidamente y fue muy atinada. La banda sonora debía ser atmosférica y acompañar en ciertos momentos, no ilustrarnos sino despertar en el estómago algunas sensaciones sin puntualizar.
Y Elena, en el sonido, con quien llevó años trabajando; mis películas no serían lo que son sin su aportación. Elena vio la película y me dijo que era muy sencilla, entonces le dije: “no la subestimes, sonoramente es el eco”, y ese nivel de eco vas a llevarlo conceptualmente a otro lugar a través del sonido. Además, los animales son seres humanos en esta película, necesito que esté potenciado cada gesto de cada animal. Le empezaba a decir todas las capas de cómo escuchaba la película y ella se sorprendía: el viento tiene que sonar, estas abejas que suenan sin verlas en la sequía, el sonido es increíble con el paso del tiempo en este lugar.
Son dos películas radicalmente diferentes; son películas de Tatiana y al final hay una mirada que es mi búsqueda. Aunque los temas sean diferentes, hay muchos puntos de encuentro. Noche de fuego se alimentó de la investigación que ya había iniciado; de hecho la escuela de Noche.. nace de las escenas con el maestro rural de El Eco, de este enamoramiento que tuve con las aulas multigrado de las escuelas rurales.
El gran alimento que me dejó hacer una ficción es que hay una puesta en escena más atrevida que en mis películas anteriores para atrapar con más efectividad la pureza, lo fascinante que hay en la vida real, llevarlo más lejos. Y despojarme de recursos: no necesito una voz que diga esta historia, no necesito entrevistas o voz en off, era el reto de ver cómo te plantas para atrapar la vida desde otro lugar. Fue una puesta en escena muy atrevida con respecto a mis películas anteriores; fue más difícil hacer una película de esta manera, donde no hay una voz que te vaya conduciendo a través de los eventos, sino contando solo a través de las situaciones que registras y de la interacción entre los personajes.
Una va creciendo y teniendo nuevas búsquedas, también siempre me ha interesado ponerme retos nuevos, entonces por ahí va la búsqueda y ahora sigue una ficción, voy del documental a la ficción de vuelta y vengo muy nutrida porque eso de de ser una lupa e intentar atrapar y encontrar en lo pequeño la grandeza, siento que eso es un alimento enorme para encarar una presión y eso solamente el documental te lo da. Disfruto mucho los procesos largos, la poca prisa; poder mirar a los ojos al otro sin prisa, esperar a que las cosas sucedan, disfruto mucho eso y solamente el documental me lo puede regalar. Pero la ficción es la vorágine y eso también tiene su atractivo.
El Eco (México, Alemania, 2023). Dirección: Tatiana Huezo. Guion: Tatiana Huezo. Fotografía: Ernesto Pardo. Sonido directo: Martin de Torcy. Edición: Lucrecia Gutiérrez (AMEE), Tatiana Huezo. Diseño Sonoro: Lena Esquenazi. Música original: Leonardo Heiblum y Jacobo Lieberman. Mezcla de sonido: Jaime Baksht (CAS), Michellee Couttolenc (CAS). Postproducción: Marco Hernández Calvo. Coproducción: Viola Fügen, Michael Weber, Doris Hepp. Producción Ejecutiva: Maya Scherr-Willson. Producción: Tatiana Huezo, Dalia Reyes. Compañías productoras: Radiola Films, The Match Factory. Participan: Montserrat Hernández Hernández, María de los Ángeles Pacheco Tapia, Luz María Vázquez González, Sarahí Rojas Hernández, William Antonio Vázquez González.